Ha crecido en el pulso de la arena
su grisáceo verdor de espina aguda,
y retoña oprimido y valeroso
el colmado silencio de su pulpa.
Su mirada es de sueño eternizado
porque el viento no logra estremecerlo:
se ha aferrado a la tierra como un hijo
sin caricias y en medio del desierto.
Yo he escuchado su queja inexpresada
y he admirado el vigor de sus raíces.
No es hermoso, ni grato, ni amigable;
sólo espera de Dios y a Dios recibe.
Pero en esas mañanas de las bardas
en que el sol se recrea entre las piedras,
ha estallado su flor de seda roja
en la espina durísima y reseca.
Y entre tanto oleaje indiferente
de arenales dormidos y caldeados,
esa flor lucidísima y despierta
es un ansia potente hacia lo alto.
Irma Cuña, Neuquén, Argentina, 1932-2004
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